Por Alexis Castañeda Pérez de Alejo.- ¡Dios mío, ha muerto Agustín de Rojas! ¿Ha muerto o fue abducido? Recuerdo aquel día de octubre de 1995 en que llegó a mi casa con un mecanuscrito de El Publicano, se lo agradecí enormemente porque, además, visitarme en aquellos día era un acto de de fe y osadía. Luego me entregaría un trabajo sobre la censura titulado El problema del espejo que ya había leído en la UNEAC de santa Clara: Guarda esto–me dijo–siento carros que me frenan detrás. Ya había comenzado la paranoia que no lo abandonaría jamás.
Ahora creo que él llegó a creerse, que no «filmaba» como muchos decían, que preparó hasta su partida.
Agustín creyó que era la hora de irse y se fue, tal vez a otra galaxia, a otro estadio del tiempo.
Salve Agustín
Por Ricardo Riverón Rojas
Aunque Agustín de Rojas y yo somos de la misma edad, su eternidad llegó primero que la mía, no porque haya muerto, sino porque su obra ha viajado más lejos y en ella el tiempo tiene más peso específico. Su obra digo, que merece mayor reconocimiento.
No fuimos grandes amigos. Tampoco enemigos. Discrepamos mucho, eso sí, desde aquel lejano 1980 en que se apareció en el taller literario “Juan Oscar Alvarado” con el manuscrito de Espiral, novela con la que ganaría el premio David de ese mismo año.
Agustín abogaba por una poesía que alejara los pies de la tierra mientras yo exigía lo contrario. Ambos ganados por la gran discusión literaria de la época: una poesía de circunstancias versus otra de esencias. Aún ignoro si ambos teníamos razón o en qué por ciento los dos nos equivocábamos.
Pero… ¿saben cómo terminaban aquellas “enconadas”discusiones? Pues con la lectura de las “Actas del taller” que Agustín se esmeraba en redactar, verdaderas joyas de la ironía socarrona que lo caracterizó y tanto nos hizo reír, o rabiar, como mismo lo hicieron sus infinitas cartas donde, ajedrecista hasta el final, ponía numerosas trampas sofísticas a sus interlocutores para agarrarlos fuera de base y comerles la dama o darle jaque mate al peón más simple.
Tiene razón Arístides Vega, se nos va un niño travieso: aquel que se propuso demostrarle a Pablo René Estévez que la Estética no es una ciencia y para ello hiló una larga longaniza de ejemplos que ningún doctor pudo rebatir con el mismo ingenio que él derrochó en sus devaluaciones. Aquel debate, que despertó un interés desmesurado, condujo a su más controvertido libro, del cual fui editor. Catarsis y sociedad (Ediciones Capiro, 1993) en su recorrido editorial tuvo un final parecido al de la fiesta del Guatao, primero por la bronca en torno los honorarios —que me ganó— y, finalmente, por la polémica con Jorge Ángel Hernández y Omar Valiño, vertida en las páginas del suplemento Huella.
En nuestra relación profesional nunca olvidaré cuando Agustín preparaba con esmero y puntualidad para el propio suplemento Huella (en su primera etapa, cuando yo era jefe de redacción) aquellas traducciones de Asimov que tanta suspicacia despertaron en quienes “analizaban” la publicación. Fue a pedido mío que las hizo y ahí están; quien las busque y las lea sabrá que se trataba de textos sumamente inocentes, pero inquietantes para aquellos finales de los 80’s.
Juntos trabajamos en la fundación del Centro Provincial del Libro y la Literatura y de la Editorial Capiro, en 1990. Él como director del Centro y yo como Jefe del departamento de Literatura. Nunca nos llevamos mejor. Nunca me puso trabas, sino que luchó codo con codo conmigo para que la editorial no naciera torcida. Mucho se le debe a Agustín en ese sentido.
No obstante, el detalle gracioso fueron sus consejos de dirección, que duraban dos y tres días y podían ser interrumpidos por un chofer con una pieza harta de grasa en la mano para que Agustín le dijera donde arreglarla, o por el jefe de almacén, que entraba súbito a comunicarle que tenía que despachar los libros y el ayudante estaba perdido, o por El Chino, jefe de servicios, para informarle que no había triciclo para buscar el almuerzo. Era algo desesperante, porque la cadena de imprevistos se ventilaba a la par del consejo, sin censura ni limitaciones para acceder al despacho del “director”. Desesperante, pero gracioso por lo inusitado.
Ahora me viene a la mente aquella jornada de locura de 1993, cuando en el encuentro debate provincial de talleres literarios, que tuvo por sede el preuniversitario en el campo de La Carranchola, en Manicaragua, Agustín disfrutaba apaciblemente la lectura de no sé qué ensayo, totalmente transportado hacia el nirvana, con las orejas pegadas a las bocinas de audio mientras estas ladraban con más decibeles que cien Berjovinas “El baile del perrito” (magistralmente bailado por Barreto, el de Falcón), quizás en un impresionante alarde guinnes de lector inmune a las catástrofes del éter. Agustín fue también agricultor, allá por 1994, de una finca redonda (nunca he visto nada parecido) abierta pico y guataca en el marabú colindante a su apartamento de Virginia, donde sembró dos matas de frijoles, tres de yuca, una de tomate, cuatro o cinco de ajíes, y de donde —me dijo— extraería la cosecha del año. Él guataqueaba —no es una exageración— con una guataca cuyo cabo había asegurado con una cuña del mismo palo, razón por la cual se le desencababa constantemente; seguramente todos recuerdan que no hay peor cuña que la del mismo palo, y él lo sabía, pero le daba igual.
Donois Arrechea, que me acompañó en la visita a la que también acudió Lorgio Batard, le cambió la cuña por una de otra especie maderable, y cuando Agustín vio que había quedado firme, concluyó, con su gesto más común” Ahhhh, ahora no tengo pretexto para parar cada cinco minutos”. Mirta y las hijas cargaban el agua, en latas de cinco galones, de una cañada adyacente y todos se veían contagiados por la alegría de la posible vendimia. Esa era, seguramente, una de las virtudes de Agustín: involucrar a sus seres queridos en sus deliciosas locuras. De la cría de pollitos de a peso no hablo, porque esa aventura terminó muy rápido, diezmadas las avecillas por la avitaminosis, para dolor de toda la familia y graciosas sesiones de autoburla, a posteriori, de Agustín.
Y cómo olvidar aquella polémica que desde el Club del Poste sostuvimos con Agustín, cuando estuvo en desacuerdo con un artículo mío y la sección humorística que tenía el Club en la revista Umbral. Fue un duro cruce de palabras, pero al final nuestro ido y querido Agustín —ajedrecista hasta el final, ya lo dije— inclinó el rey y felicitó al que adivinó autor de las más agudas respuestas: Yamil Díaz.Hoy, lejos como estoy de la Patria —lejos pero no distante—, con la certeza de amarla más que nunca y los recuerdos quizás dulcificados por la grandeza que la propia lejanía pone de manifiesto, lamento no haber abrazado más fuertemente y con devoción a ese gran hombre que fue Agustín de Rojas, no haber sido más su amigo, no haberle regalado más sonrisas.
En los últimos tiempos, ignoro por qué, le dio por elogiarme; lo hacía con mis hijos, a quienes les decía: “siéntanse orgullosos de su padre”. No sé si entendí adecuadamente aquella señal, creo que no la reciproqué como merecía. Y lo lamento profundamente. Pero ya no tengo posibilidad de repararlo.
No obstante, por si sirve de algo, lo digo sin pudor, casi con lágrimas: esta muerte me ha dolido tanto, queridos compatriotas de la Patria Grande y de la Patria Chica, “que por doler, me duele hasta el aliento”.
Ojalá la eternidad te resulte más habitable y generosa, maestro. Ojalá mi abrazo póstumo te alcance.
México D.F. 12 de septiembre de 2011
Publicado por EL SITIO DE LA LUZ
En contra de Agustín de Rojas
Por Jorge Ángel Hernández
Jamás he conseguido estar de acuerdo con Agustín de Rojas (Santa Clara, 1949-2011). Desde que publicó Catarsis y sociedad, acerca del cual polemizamos, desde mi columna habitual en el programa radial de la UNEAC En resumen, y en el suplemento cultural Huella, del Periódico Vanguardia. Si bien Agustín no me concediera jamás la razón, tampoco abusó de su superior posición, como un escritor ya reconocido ante un hijo de campesinos que, viviendo en Vueltas, pretendía enmendar su plana. Luego tuvimos un duro enfrentamiento, cuando fundamos la revista UMBRAL, que terminó con sus disculpas en una carta personal que aún conservo. Pero así fuimos siempre: de dos bandas opuestas.
Si él veía la estética como un modo de representar la naturaleza, yo la entendía como una construcción convencional del creador. Si él insistía en premiar a Lorenzo Lunar en un concurso, yo argumentaba que ese premio mejor iría a parar al currículo de Rebeca Murga. En los habituales debates de Hacerse el Cuerdo, se las arreglaba para colocar su ángulo de perspectiva sobre las cuestiones culturales que con tanta fuerza debatimos. Yo, por mi parte, satirizaba su ángulo y lo hostigaba con una de esas expresiones sarcásticas que tanto me persiguen. Y así también en las reuniones de la Sección de Literatura de la UNEAC, donde mi condición de Presidente me obligaba a censurar los sarcasmos y solo plantearle algún que otro sofisma. Y acaso esa es la clave: por principio, a dos sofistas les es imposible estar de acuerdo.
Sin embargo, cuando mi novela La luz y el universo era apenas un mecanuscrito en una letra ilegible, impresa a un espacio y a página completa en hojas no muy claras, él la tomó en sus manos y me pidió permiso para llevarla consigo y leerla. Se la entregué, anunciándome una nueva confrontación estética-ideológica; y regresó al día siguiente, con la novela leída y un grupo de consejos. Menos el de cambiarle el final, los acepté todos y me lancé a una nueva redacción del libro, hasta cumplir con uno en que enfatizó: Mándala a un concurso importante, que está para ganar.
Antes de El rostro y la palabra dedicado a su obra, en la UNEAC, donde tanto nos divertimos con las bromas acerca de que presenciaba los elogios como quien asiste a su propio funeral (esa despiadada doble —e irreversible— dirección del humor negro), coincidimos como Jurado en el encuentro municipal de Talleres Literarios, en Santa Clara. Extrañamente, y por suerte para la joven narradora que nos acompañaba, Marvelys Marrero, no nos dedicamos a enfrentarnos, a rebatir a toda costa nuestros puntos de vista; más bien complementamos los señalamientos y le reconocí ante ese grupo de escritores, una vez que Marvelys la citara como ejemplo, su importancia para La luz y el universo.
Nadie imaginaba, sin embargo, que Agustín estaba tan cerca de la muerte, aunque, mirado con el inútil prisma de la retrospectiva, es de pensar que él la veía venir, que había pactado con ella en alguna imprecisa encrucijada. De ahí que ahora tampoco comparta su criterio, mucho menos su decisión de marcharse de repente. Como antes, no aceptará ninguno de mis argumentos, se quedará tendido en ese sitio desde donde los mitos se bifurcan, se multiplican y se reestructuran. Aunque, quien sabe, acaso alguien que se dedicó a construir inagotables mitos cotidianos, regrese con esa misma objetividad que es tranquila y palpable en sus obras literarias.
Publicado en Ogunguerrero