Día del Amor: Pasiones entrañables

Día de los enamorados.

Pasiones entrañables. Ilustración de Linares.

Mientras un ritmo moderno convida a vivir «a la my love», como un llamado a que el amor de hoy se torne aire ligero y experimento cómodo, y cuando buena parte del mundo se ha contaminado ya de ambiciosas euforias, en una era llena de mercadeos sentimentales por doquier, aun se revelan pasiones entrañables, historias que enseñan a amar desde la erudición, el ejemplo sublime, o el cotidiano guaracheo de la vida, ese con el que nos vamos todos, AUNQUE NOS CUESTE MORIR.

Por Yoelvis Lázaro Moreno Fernández.— Pudiera parecer una encomienda fácil hilvanar un conjunto de líneas en las cuales se asiente el espíritu resuelto de una fecha. Y mucho más si esa fecha no es agua pasada o remolino presente y ya. O si al aludirla, prendido por ese entusiasmo propio de días y horas para hablar siempre de algo, uno debe sortear el complicadísimo riesgo de moverse por una ruta apasionada, pero serena, en la que se desplazan a contracorriente cursilerías y empalagamientos de todo tipo.

Pudiera parecer un acto simplísimo volver, una y otra vez, a escribir sobre fanatismos de amor, o sobre esas mañas con visos de receta, que el culto compartido a un sinfín de tradiciones nos ha extendido por igual. O lo que resultaría peor: ponernos a girar en la almibarada filosofía de una palabra que para muchos es todo, o casi todo, y al mismo tiempo casi nada.

Entre eso que pudiera y puede ser un retorno aburrido a lo dicho,  ha nacido entonces una cariñosa provocación para buscar «ganchos» más próximos al misterio de lo asombrosamente cotidiano, o a ese  lírico ángulo menos ponderado en la vida de figuras ya enaltecidas desde otras dimensiones. Y así, con la intención de replantearnos cada letra como gesto tierno, romperle algo al libreto clásico de febrero.

Y uno, que también anda de un lado a otro afanado en su mundo, pensando en cómo quitarle un poco el tufillo a tedio y el sentido rectilíneo al día a día, ante tanta charlatanería y frase hueca, se siente tentado a escudriñar afectos, más allá de los suyos, entre aquellos que  para bien han demostrado la inexistencia de un rito exacto y único al querer, sin necesidad de cartas ni tarot ni bolas mágicas que predigan el mejor camino hacia tan grata inmensidad.

No digo que hayan sido siempre estampas perfectas, invariables, inextinguibles, desprovistas de ese natural desatino que nos hace errar a cada rato. Pero a pesar de que cientos de almanaques han pasado, y la historia sigue acariciándonos el oído y la mente con el pensamiento del genio, o la épica hazaña de estos hombres, seduce la idea de asistir, con la extrañeza del descubridor, a esos pasajes fabulosos en los que el ser humano, más allá de sus otras cumbres, alcanza un lugar en el apacible cosmos del enamoramiento.

Cariño de antologías

Tras hurgar entre papeles amarillentos y mensajes que recibe a diario desde diferentes latitudes, una colega ha colocado en mi buzón electrónico una nota que lleva adjunta fragmentos de un texto impresionante.  Se trata de la carta que, adentrado en la meditación y el desasosiego, el eminente filósofo e ideólogo alemán Carlos Marx le dedicara a su esposa, Jenny von Westphalen, con la inspiración y la avidez centrada en alguien que parece estar todo el tiempo bien cercana a él.

La epístola, bellamente escrita, con fecha 21 de junio de 1856, atrapa por un lenguaje rico en metáforas y lleno de imágenes, que nos ponen al descubierto la honda sensibilidad del político y su destreza para fantasear con el recuerdo inamovible del ser amado:

«Yo afirmo que los rayos del sol se imprimieron mal, y encuentro que mis ojos no se han deteriorado con la luz de la lámpara nocturna ni con el humo del tabaco, y son capaces de dibujar no solo en sueños, sino en la realidad. Tú estás ante mí como viva, te tomo en mis brazos, te cubro de besos de la cabeza a los pies, caigo de rodillas ante ti y suspiro. Yo la amo, madame. Y efectivamente, te amo más fuerte de lo que alguna vez amó el moro de Venecia».

En varias partes de la obra el autor se hace preguntas para acabar respondiéndose por los dos. Y lo que de seguro ella pensaría, con el ímpetu de un diálogo feliz, él lo comparte, lo razona y hasta lo define:

«El falso y vacío mundo crea una errónea y superficial idea de las personas. ¿Cuál de mis numerosos calumniadores y detractores me ha reprochado alguna vez que sirvo para el papel de primer amante en algún teatro de segunda? Y es así. […] Mi amor hacia ti, lejos de mí te costará trabajo comprobarlo, significa tanto como lo que es en realidad: una especie de gigante, en él se junta la energía de mi alma y la fuerza de mis sentidos».

Casi en los finales del texto, se reflexiona en un tono sobrio que   acaba en alegría, una alegría tendida sobre anhelos, frases consoladoras y desbordantes al mismo tiempo:

«Es que esa variedad que nos impone la enseñanza y la conducta moderna y esa expectatividad que nos hace poner en duda todas las sensaciones objetivas y subjetivas, sólo sirve y existe para hacernos ruines, débiles, burgueses e indecisos. No obstante, no es el amor de Feuerbach, ni el amor al proletariado, sino el amor a la amante, a ti, el que hace al hombre de nuevo hombre, en el completo sentido de la palabra. […] Te sonreirás, querida mía, y te preguntarás por qué estoy tan retórico. Pero si yo pudiera apretar tu tierno y limpio corazón al mío, me callaría y no pronunciaría ni una palabra».

Con la calidez poética de un soneto que él mismo creara, a fuerza de apuntes vividos y de un lirismo proverbial, Marx decidió recordar a su Jenny entrañable, luego de que ella muriera. En la composición se destaca la emoción y la tristeza con un sentido que supera cualquier contradicción, cuando él expresa: «Una cosa, pequeña, debo aún decirte: gozoso acabo esta canción de adiós…»

El hombre se hizo siempre…

Más cerca de nosotros, más íntimos hasta en la exaltación de nuestra Isla, en la ruidosa calma de la llanura camagüeyana, allá por el siglo XIX, también se irguió un cariño grande, un desvelo Mayor. La ciudad que atestiguó las nupcias de Ignacio Agramonte y Amalia Simoni, el 1de agosto de 1868, rememora todavía aquel distinguido casamiento, cuyas páginas más conmovedoras se escribieron con la vehemencia emancipadora de la manigua.

Símbolo claro del primer y único amor de Ignacio, a quien la Simoni supo reciprocar sin reparos, se consideran los pliegos entrañables que él redactó tempranamente, antes de iniciarse la contienda de los Diez Años.

«¿Por que no te comprendí desde la primera vez que te vi para haberte consagrado desde entonces mi vida y no haber existido muchos años sin que el corazón palpitara lleno de amor?», se cuestionaba en una misiva. Y con otra, fechada el 30 de julio de 1867, evocaba vivencias familiares, a partir de objetos que le avivaban la nostalgia y el deseo de tenerla siempre a su lado:

«Brindé cariñosamente por ti y aquella mesa, muerta desde tu partida, se reanimó con tu recuerdo que tan dulce me es; parecíame, Amalia, que no estabas lejos, que tu espíritu venía a presidir aquella reunión y a derramar aquel delicioso encanto que otra vez derramó tu belleza y sobre todo y para mí tu amor; el pecho se me hinchaba porque me parecía respirar el aire que tú habías respirado; aquel salón tanto tiempo oscurecido tenía la claridad que contigo tenía; el corazón latía repitiendo los mismos latidos de aquellos días; tú estabas a mi lado porque allí te colocaba mi imaginación amorosa».

Luego de la partida de Agramonte al campo de batalla, Amalia le acompañó en la guerra, abandonó su cómoda casona y se empleó en   las más rudas faenas. Una vez capturada, el 26 de mayo de 1870, junto a su hijo, su hermana Matilde, y otros miembros de su familia, las autoridades españolas no pudieron formalizar el intento de que ella  le escribiera solicitándole a su esposo, por la ternura que se profesaban, que él renunciara a los afanes de la Patria.

Amor maestro

Como mismo uno se acopla a los destellos de estas figuras, legendarias en el curso de la historia, es plausible despertar también la emoción con la complicidad de seres cotidianos, seres que nos tocan el hombro y nos cuentan sus virtudes y hasta sus defectos, seres que a pesar de andar, como andamos todos, absorbidos por la vorágine de la modernidad, han sabido protegerse de la ramplonería y el cansancio más hostil, apostando por la utilidad y el interés de siempre concebir o creer en algo nuevo.

Entre esos amores ejemplares, que aunque no están en extinción, a veces hace falta el visor de una lupa para encontrarlos bien, me atrevo a colocar los abrazos compartidos de Zoila y Fernando, dos camajuanenses que, adorables en la pasión del magisterio, aun viven envueltos en sus propias incógnitas, en el ir y venir del jubilado que no le alcanza el día para todos los trajines y mandados, y en el tejido hermoso de la profe que sin retirarse de nada aun —solo ha dejado de dar clases— conserva a toda hora un gesto afable y un fino humor de cabecera.

¡Ah, Zoila, Fernando! ¡Qué suerte la de haber forjado ese misterio! ¡Qué gratitud la de un amor maestro al cabo de los años, en el que a toda hora se aprende y se perdona! Pudiera parecer una encomienda fácil, tan aparentemente fácil como tararear una guaracha pensando en apasionadas cartas, en la gente común que se entalla y espera por que le llegue su mejor falda o su pantalón, o en los grandes hombres que tampoco han vivido, hasta hoy, exentos del secreto.

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